La conculcación del derecho a la libertad religiosa tiene dos caras: la de la persecución que hoy sufren, sobre todo, los cristianos (y, por inclusión, todos los herederos de la cultura cristiana en Occidente) y la de laicismo, que cultural y mediáticamente la pretende reducir a un espacio privado, en todo caso tolerado, pero nunca reconocido como un hecho humanamente positivo.

El Concilio Vaticano II, a través de la Declaración Dignitatis Humanae sobre la Libertad Religiosa, explica que “el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana”, argumentado desde cuatro puntos de vista: ontológico (al formar parte del desarrollo de la persona, su libre ejercicio está unido a su dignidad), moral (sin ella, la persona humana no puede ejercer su deber moral de buscar la verdad, para el que necesita libertad tanto de discernimiento como de asentamiento), social (en virtud de la naturaleza social de la persona humana, esta puede expresar públicamente sus creencias) y teológico (la Libertad Religiosa es querida por Dios).

El argumento teológico es bien sencillo: el ser humano es creado para la libertad, a imagen y semejanza de Dios, para responderle libremente, llamado libremente a aceptar el don de la fe, que excluye la presión (“La fe se propone, no se impone”, nos decía san Juan Pablo II en Madrid). Jesucristo da testimonio con sus palabras y sus gestos (milagros, diálogos, parábolas) del respeto de Dios a la libre respuesta del hombre a su llamada. Es más, establece la norma de la separación entre los deberes como creyentes y los deberes como ciudadanos (“dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”), origen y fundamento de la desacralización del Estado, del ideal occidental de la libertad y la democracia y sin el cual se llega indefectiblemente al totalitarismo, como tantas veces han recordado los papas contemporáneos.

Los toleracionistas laicistas defienden que una tradición religiosa y moral anacrónica y fundamentalista podría tener derecho a existir, pero no a expresarse ni a expandirse

Aunque nos cueste creerlo, la Iglesia Católica tardó mucho en reconocer, argumentar y defender su actual doctrina sobre libertad religiosa (la Declaración Dignitatis Humanae se aprueba 17 años después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos). No porque la Iglesia no hubiese defendido siempre la libertad de los católicos a serlo, evidentemente, sino porque el pensamiento de la Iglesia adolecía aún de la continuidad con la doctrina del toleracionismo (la libertad religiosa debe ser tolerada, pero no promovida y, a veces, reprimida). Una doctrina que aún no está superada, sino que es la que hoy impera en no pocos ámbitos del poder político y cultural, bandera no ya del integrismo católico como antaño, ni siquiera del fundamentalismo islámico más radical (cuya bandera es la de la persecución religiosa), sino del laicismo. Con pseudoargumentos filosóficos, sociológicos y políticos, se intentó (por parte del pensamiento católico) y se intenta hoy (por parte del pensamiento laicista) justificar esta doctrina:

Los toleracionistas laicos actuales defienden políticas de restricción a la libertad religiosa, a instancias de los movimientos de pensamiento inspiradores de su modelo de sociedad “sin Dios”

Sí los toleracionistas católicos decían entonces que “solo la verdad tiene derechos” (en lugar de defender que solo la persona tiene derechos, no los tiene ni la verdad ni el error en sí mismos), los toleracionistas laicistas defienden que una tradición religiosa y moral anacrónica y fundamentalista (como es para ellos, a la postre, toda religión) podría tener derecho a existir, pero no a expresarse ni a expandirse.

Si los toleracionistas católicos solían considerar que, en función de un bien mayor, como es la paz social, se deberían tolerar las religiones erróneas o las filosofías de la increencia, con cautela y vigilancia; los toleracionistas laicos dicen hoy que por respeto a las libertades individuales y a la pluralidad social se toleren la conciencia y ciertas prácticas religiosas culturalmente arraigadas, al tiempo que invierte en su progresivo desarraigo.

Si los toleracionistas católicos de antaño, arrastrando la famosa teoría del siglo XVI de Roberto Belarmino sobre la obligación del poder político de reprimir las herejías a instancias del poder eclesiástico, consideraban que los gobiernos tienen la obligación de “reprimir el error cuando sea posible” y de “tolerarlo cuando sea necesario”, los toleracionistas laicos actuales defienden políticas de restricción a la libertad religiosa, a instancias de los movimientos de pensamiento inspiradores de su modelo de sociedad “sin Dios”, que se mueven en un amplio abanico de concepciones materialistas, ya sean de izquierdas o de derechas.

No habrá que esperar, a corto y medio plazo, políticas de verdadera libertad religiosa, mientras ambas ideologías latinistas sigan siendo políticamente relevantes

Y por último, si los toleracionistas católicos más integristas defendían un Estado confesional, en virtud de su función “educadora” y, por tanto, directiva del mismo, los toleracionistas laicos, teóricamente defensores de la aconfesionalidad del Estado, adolecen: o bien de una concepción paternalista y totalitarista del mismo, si se mueven en el entorno del socialismo ideológico, o bien de una concepción individualista y privadísima de lo religioso, considerado como algo irrelevante, cuando no contrario a las libertades, si se mueven en el entorno del neoliberalismo ideológico.

No habrá que esperar a corto y medio plazo políticas de verdadera libertad religiosa, mientras ambas ideologías laicistas sigan siendo políticamente relevantes. Solo el testimonio del diálogo cristiano, por un lado, y la crisis de estos megarrelatos ideológicos, por otro, podrán abrirnos espacios nuevos para la libertad religiosa.

 

Manuel Bru (eldebatedehoy.es)